Cultura

Entretextos: “No te mueras dos veces”

Lucía Cass comparte uno de sus cuentos que forman parte su primer libro, “No te mueras dos veces”, editado por Vinciguerra/Nuevo Cauce y publicado en 2023.

Por Lucía Cass (*)

La voz que llamó, preguntó: ¿Usted es la esposa de Pablo Otórola? Respondí: sí.

—Diríjase al hospital de agudos, su marido tuvo un accidente —se oyó del otro lado.

—¿Qué pasó? ¿Cómo está?

—El médico hablará personalmente con usted.

Dejé la oficina en medio de una reunión, la agenda llena de obligaciones que nunca pueden esperar hasta que todo obli­ga a ponerse en espera. Mi socio me miró y supe que entendió la urgencia, el cliente solo me vio salir. No sé qué dije, no sé si dije alguna cosa. Tomé el primer taxi que encontré y le di la dirección. Durante el viaje, pagué apoyando mi celular en el código para acelerar la marcha del tiempo. Bajé y corrí hacia la guardia. No está registrado acá, señora, debe ir a la sala de agudos, primer piso por escalera. Corrí y choqué con dos o tres mujeres que aguardaban atrás mío. Con ninguna me disculpé y seguí mi camino. Llegué al primer piso, ya estaban allí Marta, mi suegra, mi cuñado Esteban y un médico que les hablaba con barbijo y se apuntaba varias veces a la cabeza. Detuve la marcha y decidí convertirme en espectadora. Mirar la escena en silencio y con distancia. Cuando me vieron, me acerqué.

—¿Qué pasó, Marta?

—Señora, ¿usted es…? —interrumpió el médico.

—La esposa de Pablo Otórola, ¿cómo está él?

—Su marido sufrió un ACV hemorrágico… muerte cerebral.

Un ACV. Muerte cerebral.

Muerte

Cerebral.

No recuerdo cuántas veces esa frase se repitió en mi cabeza. No puedo afirmar ahora si fue el médico o, si acaso, había sido yo.

Atravesé el pasillo a paso acelerado y fui a casa a buscarle un abrigo. Esa sala habría de estar muy fría, mi amor, debía de tener frío. Llegué y busqué algunas mantas y abrigos y algo para comer. Estaba segura de que debía de estar ham­briento, esa mañana había salido de casa sin desayunar ni mediar palabra. Dejé agua y comida para Bono y salí. Tomé otro taxi. Miré el celular, ¡cuántas llamadas perdidas! Marta, mamá, Esteban, Lucía también. Qué esperen, pensé, Pablo me necesita.

Pablo, por favor, amor, dejame que te explique.

Cuando llegué subí lento las escaleras. Allí seguía Marta, estaba ahora con ella mi madre. Corrieron a abrazarme, llo­raban con un desconsuelo que no lograba entender.

—¿Dónde estabas?

—Fui a buscar un par de cosas para Pablo.

—¿Qué cosas, hija? ¿Cómo estás?

—Algo para que se abrigue y coma rico. Lo quiero ver.

—No puede comer nada, Flor. Hay que estar atentos por si nos llaman.

Marta me abrazó fuerte, no paraba de llorar. Le devolví el abrazo sin comprender su pena, pero la quiero tanto que, aunque exagere, yo la entendería igual.

—Flor, ¿qué vamos a hacer?

Lloraba.

Me alejé de Marta y de mi madre sin contestar pregunta y me puse a buscar la habitación. Debía estar enojado, demoré demasiado en traerle sus cosas. Abrí la primera puerta que encontré, allí no estaba Pablo, pero sí un grupo de médi­cos que me miraron con molestia. Cerré la puerta y supe que alguien venía tras de mí.

—Señora no puede estar acá.

—Estoy buscando a Pablo Otórola.

—Los pacientes de este piso no pueden recibir visitas.

—Yo no soy una visita, soy su esposa.

—Señora, espere en la sala, por favor.

—Es que Pablo no desayunó y, además, tengo que explicarle algo.

—Acompáñeme, por favor.

—¡Déjeme entrar y explicarle algo!

—Es imposible, señora, no nos permiten hacer eso.

—Déjele esta mochila, entonces. Son sus cosas, las nece­sita. Avísele que en un rato vuelvo.

Salí del lugar por otro pasillo, preferí evitar a esas dos mujeres que insistían en llorar y hacerme preguntas que no podía responder. Tomé la avenida y decidí caminar hacia la costa.

—Amor, ¿vas a seguir escribiendo?

—No, continúo después del trabajo; ese cuento me tiene mal, no puedo darle el cierre que quisiera.

Ya van a venir las ideas, siempre encontrás lo que buscás. No apagues la compu que tengo que redactar unos escritos.

Me levanté del escritorio, lo besé en la frente y lo dejé trabajar. Antes del trabajo, decidí ir a hacer las compras para la cena de la noche, vendrían mis suegros y yo me encargaba de la comida. Tomé mi celular y salí. A pocos metros, un mensaje de Pablo alumbró la pantalla: “Amor, te cierro los correos”. Algo en mi cabeza me golpeó con fuerza. Lo había olvidado, había cometido el error. Había develado el secreto al que estaba dispuesta a darle fin, pero ya era demasiado tarde. Corrí de vuelta a casa y caí de rodillas arriba de los escombros de una vereda en construcción. Me levanté como pude y con dolor continué mi camino a casa.

Abrí la puerta. Pablo estaba frente al monitor, vi en él algo que jamás había conocido y entendí su mirada.

—¿Qué es esto, Flor?

No gritó.

—¿De qué hablás, amor?

—¿Qué es esta foto? ¿Qué es esto, Florencia?

Decía esto porque ciertas cosas no pueden ser nombradas. Porque nombrarlas era darle entidad, traerlas a esta dimensión. Nombrar las cosas representaba asumirlas, introducirlas en el plano de la realidad y hacerse cargo de su existencia.

No pude mirar lo que me mostraba, pero lo sabía. Habíamos estado hablando de esa foto, hacía minutos con Federico, su amigo. Me la había enviado y había escrito: ¿repetimos? Y la adjuntaba.

Pablo se levantó y comenzó a dar vueltas por la casa. Caminaba lento. Yo no podía moverme, solo empecé a llorar. Él agarraba su cabeza, la apretaba y caminaba. Me acerqué y le pedí que me escuche, pero fue en vano, él estaba ahí pero ya no estaba. Lo quise tocar, estaba rígido, esa fue la última vez que me miró.

Le dije que podía explicarlo, que por favor me escuche, que todo era un error y que yo lo amaba, lo amaba a él como nunca creí que era posible amar, que me escuche, que, por favor, me mire. Que me vuelva a mirar.

—Mirame, Pablo, por favor. Lo puedo explicar.

Le rogué que me escuche, que no se vaya, que hablemos.

—¿Qué me vas a explicar? Dejame salir.

—Pablo, por favor, no sé qué me pasó. Nunca quisimos esto. Mirame, Pablo.

—Me estás matando, Florencia. No, yo ya estoy muerto.

Cerró la puerta y escuché sus pasos lentos, alejarse. Quise correr detrás de él, pero una reunión impostergable me obligó a no hacerlo y decidí abordar la charla antes de la cena. Ya en la oficina, Pablo insistía en caminar en mi cabeza mientras yo disimulaba frente a un cliente que me miraba con descon­cierto. Y a los minutos, aquel llamado que no debí atender: “¿Usted es la esposa de Pablo Otórola?”.

Y ahora, Pablo, camina sobre los recuerdos. Lo veo sentado en primera fila en la presentación de mi libro, el primero que escribí, del que tan asustada estaba y que fue posible por él, por sus caricias, por sus palabras. Tenía un ramo de orquídeas rosas y blancas y una sonrisa cargada de admiración que me daba la calma que necesitaba. Pablo, el mismo que entendía que no era ahora, ni había sido nunca, mi tiempo de ser madre, que aceptaba con profunda resignación que no quisiera darle el hijo que anhelaba y seguía a mi lado esperando, como quien espera su turno para desear. Y cuando murió papá, Pablo, qué fundamental que fuiste, cómo te ocupaste de mí y de mamá y de Bono cuando yo no podía levantarme de aquella cama. Fuiste esposo, amigo, amante y servidor. Pablo, estoy buscando la cara que tenías antes del que el mundo se rompiera.

Camino por la costa donde te encontraron. En ocasiones a una cabeza que explota solo le falta una explicación. Y yo puedo inventarla, puedo encontrar las respuestas y hacer que regreses; necesito que me escuches: te amo. Yo puedo revo­car tus muertes y devolverte al mundo. Y recortar el instante que logró apagarte y te cerró los ojos. Repetir que te amo, sí, repetirlo. Y recordarte que con Bono te esperamos, que los viernes de vino y lectura no serán lo mismo sin vos y que sigo atenta a tus devoluciones luego de leer mis cuentos. No interpongas a la muerte entre nosotros dos. Yo puedo lograr que nuestra cama vuelva a ser la trinchera donde dábamos batalla y no existía rendición. Y crear la nueva vida que anhelabas y no supe darte. Pero no hagas esto, Pablo, no me obligues a extrañar tu boca, tus brazos sanos, tus ojos miel. Pablo, mi amor, por favor, no te mueras dos veces.

Una llamada encendió el celular. Número privado.

Este cuento de Lucía Cass forma del libro “No te mueras dos veces”, cuentos que incomodan porque narran temas de los que pocos hablan: acoso escolar, discapacidad, adicción, locura, duelo, soledad o depresión.

(*) Lucía Cass es abogada por la UNMdP y coordinadora de la carrera de Doctorado en Derecho. Actualmente, cursa el MBA y es miembro de un grupo de investigación. En 2019 ganó el primer premio del concurso literario “Valijas con historias IV”, un año antes obtuvo el segundo premio en el mismo concurso. Ganó la convocatoria para integrar el Instituto peruano de Derecho y Literatura (2020-2022). En 2023 publicó su primer libro de cuentos, “No te mueras dos veces”, editado por Vinciguerra/Nuevo Cauce. En la actualidad se encuentra escribiendo su primera novela.

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